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La Habitación de los Suicidios: CRÓNICAS DEL BICICLETA, #1
La Habitación de los Suicidios: CRÓNICAS DEL BICICLETA, #1
La Habitación de los Suicidios: CRÓNICAS DEL BICICLETA, #1
Ebook596 pages23 hoursCRÓNICAS DEL BICICLETA

La Habitación de los Suicidios: CRÓNICAS DEL BICICLETA, #1

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About this ebook

1912. Un misterioso y lujoso casino oculto en las montañas fuera de Barcelona, la cuna de la explosion del Modernismo europeo; una habitación secreta legendaria donde los jugadores que lo habían perdido todo podían cometer suicidio con discreción; un asesino en serie suelto; "el Bicicleta", un joven y peculiar subinspector de policía que nunca se rinde.

 

2021. Las ruinas de un viejo casino apenas son visibles entre la vegetación; un asesino en serie que todavía anda suelto; un periodista en busca de una historia que pueda revivir su carrera en declive; ¿era la habitación de los suicidios tan solo una leyenda urbana?

 

Dos personas investigan los mismos crímenes y persiguen al mismo asesino en serie, pero cien años les separan.

 

Una simple pregunta. ¿Se podría obligar a un hombre a cometer suicidio para salvar  la vida de sus seres queridos?

LanguageEspañol
PublisherXAVIER VIDAL, New Zealand
Release dateSep 25, 2021
ISBN9780473593391
La Habitación de los Suicidios: CRÓNICAS DEL BICICLETA, #1
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Author

Xavier Vidal

Nacido en Barcelona, tras graduarse como médico en la Facultad de Medicina, Xavier ganó una beca Fulbright, y estudio y vivió varios años en Boston (USA), obteniendo dos Masters  en la Universidad de Harvard. Durante 20 años trabajó como Director General en varias multinacionales de biotecnología y agencias internacionales de publicidad. Xavier ha escrito guiones cinematográficos, obras de teatro, obras de teatro musical (libreto, música y letras), artículos periodísticos, y novelas. Ha escrito artículos sobre temas relativos a Nueva Zelanda como lector corresponsal para la edición digital de La Vanguardia, uno de los principales periódicos de España. UXMALA fue seleccionada como Finalista en el VII Premio HISPANIA de Novela Histórica (2019). Xavier escribe todas sus novelas en español e inglés, y reside en Auckland (Nueva Zelanda) con su familia.

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    La Habitación de los Suicidios - Xavier Vidal

    CAPÍTULO 1

    Barcelona. 1912

    La tupida alfombra ahogaba el sonido de los pasos como si se tratara de un ser vivo que deseara engullir a los incautos que se aventuraban a pisarla.

    Los botines del caballero habían visto tiempos mejores, pero conservaban cierto brillo que evocaba épocas más prósperas. Sus suelas de cuero aún se deslizaban suavemente sobre la alfombra, casi patinando sobre ella, y aunque su paso era lento, caminaba con decisión, se diría que con firme resignación.

    En el resto del hotel se derrochaba luz eléctrica, pero aquel largo pasillo estaba en permanente penumbra, a pesar de sus lámparas de gas, una hilera de esqueléticos brazos de hierro que surgían de la pared, sosteniendo en sus manos pequeñas bolas de fuego.

    La iluminación era cada vez más pobre, y cuando llegó al final del pasillo apenas podía distinguir los trazos de los grandes lienzos que colgaban de las paredes, siéndole difícil adivinar a qué o a quién representaban.

    El caballero alzó la vista y se detuvo ante uno de ellos, en el que dos mujeres de vida alegre, sentadas una sobre el regazo de otra en actitud cariñosa, fumaban en unas larguísimas boquillas.

    Apoyado en su bastón, contempló el cuadro durante unos segundos e incluso pareció reconocerlo, pues sus labios esbozaron una leve sonrisa.

    Era un caballero de mediana edad y porte distinguido. Un largo abrigo negro de franela cubría un traje en que destacaban varios remiendos hechos con habilidad, pero que no hubieran soportado una inspección de cerca. Un sombrero de media copa se balanceaba en su cabeza sin llegar a caer nunca, pues sus manos lo recolocaban automática y nerviosamente varias veces por minuto.

    La fisonomía de su rostro respondía al prototipo de hombre urbano de principios de siglo XX, nariz delgada y afilada, bigote bien poblado y una perilla cuidada que apuntaba siempre hacia abajo, dando a su rostro una apariencia un tanto felina. 

    El botones, un joven de unos trece años de edad que caminaba unos pasos por delante suyo se detuvo a esperarle y emitió un respetuoso carraspeo para llamar su atención.

    Cuando el caballero dejó de observar el cuadro y le dirigió la mirada, el muchacho hizo un gesto con la mano, mostrándole el camino a seguir.

    —Si el señor es tan amable, es por aquí.

    El caballero se colocó el bastón bajo el brazo y le siguió hasta una gruesa puerta de madera de color negro. El botones golpeó con los nudillos sobre un gran círculo de latón adornado con arabescos modernistas, situado en el centro de la puerta, en lo que a buen seguro era una clave acordada previamente.

    Los adornos dorados cobraron vida y rotaron unos centímetros, dejando escapar un hilo de luz por la rendija, desde la que un par de ojos estudiaron con detenimiento al caballero. La mirilla se cerró y el sonido de cerrojos descorriéndose dio paso a una cabeza masculina que asomó por la puerta entreabierta.

    El rostro impecablemente afeitado de aquel hombre acentuaba aún más el  contraste con su abundante cabellera peinada hacia atrás y mantenida en su sitio por una más que generosa cantidad de fijador.

    —Yo acompañaré al caballero a partir de aquí, chico —le dijo al botones.

    —¿Cómo te llamas, muchacho? —le preguntó el caballero, llevándose la mano al bolsillo en ademán de buscar propina, pero el hombre se lo impidió, sujetándole por la muñeca.

    —No es necesario —dijo, para desilusión del chico—. Agustín, vuelve a recepción —ordenó, y el pequeño botones obedeció al instante.

    El hombre esperó a que el niño desapareciera, y acabó de abrir la puerta, haciéndose a un lado para dejar pasar al caballero.

    El pasillo tras la puerta estaba aún más oscuro, y apenas podía distinguir ni el color de las baldosas del suelo, que tan solo intuía por el sonido de sus tacones al caminar sobre ellas.

    Llegaron a una gran puerta de hierro remachada, que solo abría desde el interior, y tras descorrer unos cerrojos el hombre tuvo que empujar con el hombro para conseguir moverla.

    El caballero descendió un largo trecho en suave pendiente, sin perder de vista la espalda del hombre que le guiaba. Le sorprendió que no llevara el uniforme de los empleados del hotel, pero no le dio importancia.

    Por sus recovecos y curvas, el camino había dejado de ser un pasillo para convertirse en un pasadizo. La pendiente se volvió más pronunciada y sintió un intenso olor a humedad. Apenas pasó frente a ninguna otra puerta durante el largo recorrido, o si lo hizo, no pudo verlas debido a la poca luz.

    Tras lo que se le antojaron cinco o diez eternos minutos de caminata, el pasadizo se estrechó y ascendió de nuevo, acabando en un amplio espacio rectangular, en cuyo extremo pudo ver unos toscos escalones tallados en la roca natural y que ascendían por un estrecho pasaje en curva.

    —Espéreme aquí, si es tan amable —le dijo el hombre, subiendo por las escaleras. Segundos después volvió a aparecer y le hizo un gesto con la mano invitándole a subir.

    El caballero miró a su alrededor, todavía sorprendido por la rápida transición de pasillo de hotel a entorno cavernoso, y subió los escalones, llegando ante una puerta de madera barnizada, decorada con un símbolo de latón.

    Era un hermoso arabesco modernista, una enrevesada figura que tanto podía recordar el cuerpo y vestido vaporoso de una ninfa como podía tratarse de unas nubes o las ondulaciones de la cresta de una ola en un mar embravecido.

    El hombre hizo girar el pomo de la puerta y la abrió lentamente, invitando con una inclinación de cabeza a que el caballero pasara.

    —Espero que encuentre la estancia de su agrado —le dijo, cediéndole el paso. El caballero se detuvo bajo el dintel, y con el sombrero en sus manos dio dos pasos hacia el interior.

    El contraste entre el oscuro y húmedo pasadizo y el interior de aquella estancia no podía ser mayor. Sus pies repararon inmediatamente en lo mullido de las gruesas alfombras que cubrían el suelo y se recreó en ellas.

    La iluminación que ofrecían dos pequeñas lámparas de gas era suave pero sin resultar insuficiente, dándole a la habitación un aire cálido y anaranjado.

    No había ventanas y le sorprendió que las paredes no estuvieran forradas con la tela oscura tan habitual en la época, sino con brillantes baldosas negras barnizadas, que reflejaban los destellos de la llama de gas.

    Un modesto mueble librería contenía varios gruesos volúmenes, probablemente enciclopedias, acompañados por libros más pequeños, perfectamente ordenados por altura.

    —Si desea colgar su abrigo y su sombrero, puede hacerlo aquí —le dijo el hombre, mostrándole un colgador junto a una gran mesa escritorio con secreter y varios cajones.

    —Encontrará todo lo que necesita en el cajón principal —le dijo, abriendo y cerrando rápidamente un cajón grande bajo la mesa—. En esa mesita auxiliar dispone usted de un excelente surtido de brandy y coñac y confiamos en que encuentre todo de su agrado.

    —Tómese su tiempo, y en nombre de nuestro establecimiento, permítame darle las gracias por habernos otorgado su confianza. Es un placer haberlo tenido como cliente —y dando media vuelta abandonó la estancia, cerrando la puerta tras de sí.

    El caballero dejó el abrigo y el sombrero sobre un mullido sofá junto a la puerta, y se acercó al mueble librería, repasando los lomos de los libros más pequeños. Algunos eran obras clásicas de la literatura, pero abundaban las novelas de reciente publicación, y al comprobarlo no pudo reprimir una sonrisa de aprobación.

    Se sentó frente al escritorio y comenzó a abrir el cajón principal, pero se detuvo y lo cerró de golpe, sin atreverse a mirar en su interior.

    Respiró profundamente, se volvió a mirar a su alrededor, y apoyó la cabeza en sus manos hasta que un nuevo suspiro de resignación le devolvió al presente.

    Alargó el brazo y registró los cajones del secreter, hasta encontrar una hoja de papel con el membrete del establecimiento. La dejó sobre el escritorio con mano temblorosa, a la vez que extraía una pluma estilográfica del bolsillo de su chaqueta.

    No tardó en revivir sus sentimientos más profundos, ordenándolos en las temblorosas líneas de una breve carta que releyó varias veces antes de firmarla y sellarla con sus lágrimas, desvaneciendo el trazo de la tinta sobre el papel.

    Volvió a guardar la estilográfica en su bolsillo y plegó la carta en pequeños dobleces. Un profundo suspiro acompañó su corto paseo por la estancia, que acabó de nuevo junto a la mesa.

    Su determinación crecía con el paso de los minutos, y lentamente volvió a abrir el cajón del escritorio, pero esta vez introdujo la mano en su interior.

    El cañón del pequeño revólver Browning 1900 de fabricación belga fue lo primero que vio y lo último que recordaría.

    No era un arma nueva, estaba rayada y su empuñadura desgastada delataba las mucha bocas que había silenciado.

    Su mano acarició el metal oscuro y la acompañó mientras la llevaba hacia su boca.

    Introdujo el cañón hasta casi hacerlo desaparecer en su garganta, cerró los ojos y apretó el gatillo.

    CAPÍTULO 2

    BARCELONA. Actualidad.

    La recepcionista apartó la mirada de la pantalla de su ordenador y le ofreció un vaso de bebida mientras esperaba.

    —No te voy a decir que no. He salido de casa sin desayunar y apetece empezar bien el día —Gerard dijo, agradeciéndole el gesto con la mejor de sus sonrisas.

    —Muy bien, pues si sale al vestíbulo del ascensor verá una fuente a la derecha, junto a los lavabos. Aquí tiene —le dijo la joven, entregándole un vaso de plástico.

    No esperaba que la oferta del vaso fuera tan literal, pensó Gerard sin exteriorizar sus reflexiones, aunque la joven pareció leer la decepción en su mirada e intentó justificarse.

    —Nos roban siempre los vasos, por eso la empresa nos obliga a dosificarlos —dijo ella a modo de disculpa.

    Gerard tomó el vaso y se dirigía hacia el vestíbulo, cuando escuchó una voz familiar a su espalda.

    —Buenos días, Gerard. Gracias por haber venido tan deprisa —dijo Matías Vendrell, Editor Jefe de la revista de arte contemporáneo "Rompiendo Moldes", acercándose a él con la mano extendida.

    —Veo que ya te has servido una bebida, perfecto. Acompáñame a mi despacho, por favor —dijo, tomando el vaso vacío de entre sus manos y devolviéndoselo a la recepcionista, que le dedicó una mirada de resignación.

    El despacho del editor era de una austeridad espartana. Gerard sabía que en algún lugar había una mesa, por haberla visto en anteriores visitas, pero si era así, debía estar oculta bajo las montañas de revistas y papeles.

    Recordó su primer día de trabajo en la revista, un gran alivio tras haber sido despedido del periódico donde trabajaba, por causas nunca suficientemente aclaradas, y tras años como periodista freelance, aceptando cualquier trabajo, por pequeño o peculiar que resultara, siempre que pagaran bien.

    A pesar de todo, nunca había estado satisfecho de su colaboración en la revista, en la que trabajaba escribiendo como crítico de inauguraciones de exposiciones en galerías de arte.

    No era el periodismo de investigación al que aspiraba, pero el trabajo era cómodo, y le permitía desplazarse por todo el país cubriendo eventos, mantenerse ocupado unos cuantos días al mes, y pagar el alquiler.

    Además, las inauguraciones solían ofrecer generosos aperitivos a los asistentes, con lo que su presupuesto de manutención se veía gratamente aliviado.

    Matías acercó una silla y se sentó frente a él.

    —Te he llamado porque tengo buenas y malas noticias y quería dártelas personalmente.

    —Empieza por las malas —dijo Gerard.

    —¿Te puedo ofrecer algo para beber? —dijo, levantándose a servirse una lata de refresco que sacó de una pequeña nevera oculta bajo una montaña de revistas.

    —Ah no, perdona, olvidaba que ya te lo han ofrecido en recepción —dijo, guardando de nuevo el refresco y cerrando la puerta de la nevera ante la mirada vidriosa y sedienta de Gerard.

    —Las ventas no han sido las que esperábamos. La competencia de las revistas digitales es muy fuerte. El papel puede que tenga los días contados, no lo sé, pero en cualquier caso, desde que fuimos absorbidos por la multinacional, los americanos nos exigen resultados inmediatos, y una de sus primeras medidas va a ser pasar de periodicidad mensual a trimestral.

    Gerard no acertaba a adivinar a donde quería llegar con aquello, pero escuchaba con atención.

    —¿Esa es la mala? ¿Mala para la revista, o también para mi? ¿En qué puede afectarme?

    —No, esa es la buena. Buena, porque significa que no van a cerrar la revista y que seguiremos adelante, aunque con una periodicidad más relajada.

    —¿Entonces la mala cuál es? —preguntó Gerard, temiéndose lo peor.

    Matías se aclaró la garganta antes de continuar.

    —Menos números por año, y menor número de páginas, lo que significa que tenemos que ser muy selectivos con lo que publicamos. En definitiva, vamos a tener que eliminar tu sección —dijo, mirándole fijamente a los ojos.

    —Secciones como las tuyas, agenda cultural, crítica de exposiciones de arte, ya no tienen sentido en una publicación trimestral. No podemos competir contra la inmediatez de las revistas digitales. Además, seguro que te aburría viajar por todo el país de inauguración en inauguración.

    Gerard tenía la mirada perdida. Sus ojos estaban abiertos, pero en su mente perseguía con la mirada a una bandada de canapés y mini bocadillos voladores que se alejaban de él, perdiéndose en el horizonte.

    —Tenemos que priorizar otros temas, cambiar nuestro enfoque editorial. Tenemos que centrarnos en reportajes temáticos y de investigación. Tú siempre has defendido esa opción, así que debería ser una buena noticia para ti —dijo Matías, levantándose de la silla, dando la reunión por acabada.

    —Pero, ¿seguiré trabajando para vosotros? ¿Tienes algún encargo concreto?

    —Bueno, seguro que los habrá, aunque no en este preciso momento.

    Gerard dejó escapar un hondo suspiro que no pasó desapercibido al editor.

    —Seguimos abiertos a que nos presentes tus ideas y propuestas sobre posibles reportajes. Tráenos información sobre lo que tengas entre manos y valoraremos si puede encajar en nuestra línea editorial —dijo Matías, acercándose hacia la puerta.

    Gerard captó la indirecta y se levantó.

    —¿Tienes alguna buena idea que puedas compartir con nosotros en este momento? —preguntó Matías, estirando el brazo para estrechar su mano en señal de despedida.

    —Si..., bueno, tengo un par de temas en los que llevo meses trabajando, sobre descubrimientos arqueológicos en el subsuelo de la ciudad, que son silenciados para no perjudicar a los grandes intereses inmobiliarios o sobre cómo la política y la especulación casi han acabado con el enorme legado modernista de la ciudad, dilapidando su potencial como atractivo cultural y turístico —dijo Gerard.

    —Siempre y cuando no te metas en política ni con los poderes fácticos —le interrumpió Matías—, recuerda las malas consecuencias que siempre ha tenido para ti.

    No era preciso que se lo recordaran. Su despido del periódico todavía era muy reciente, y Gerard sospechaba que el verdadero motivo estaba relacionado con sus investigaciones sobre la corrupción política del gobierno estatal. Sus artículos habían incomodado a poderosos dirigentes en la capital, quienes movieron algunos hilos, que acabaron enredándose en su cuello y ahogándole.

    Gerard estrechó su mano pero no pudo reprimir una mirada despectiva al sentir las palmadas compasivas que Matías le dio en el hombro al acompañarle fuera del despacho.

    —Ahora tengo que dejarte, tengo una conferencia telefónica. Estamos en contacto —le dijo, cerrando la puerta de su despacho.

    Gerard se quedó inmóvil, intentando asimilar la noticia y las más que posibles nefastas consecuencias para su economía doméstica. Finalmente respiró hondo y se dirigió hacia la puerta.

    La recepcionista al verlo levantó el brazo y volvió a ofrecerle un vaso de plástico con una media sonrisa de compromiso.

    Gerard declinó la oferta con un leve gesto de cabeza

    —No, gracias, no me hará falta. Prefiero beber a morro —dijo, abandonando la oficina.

    CAPÍTULO 3

    Masía Can Pocapena, Argentona. Actualidad.

    La enorme buhardilla ocupaba gran parte del edificio principal y estaba pobremente iluminada. Gerard se preguntó por qué extraño fenómeno todas las buhardillas del mundo tenían que ser siempre lóbregas, oscuras y oler a humedad.

    La luz del sol goteaba por rendijas entre las tejas y las enormes vigas de madera que sostenían el tejado de la masía.

    El polvo en suspensión permanente hacía visibles aquellos rayos de luz, que de otro modo hubieran permanecido en el anonimato y que ayudaban a orientarse entre aquel amasijo de muebles y bultos viejos amontonados por todas partes y cubiertos con lonas polvorientas.

    O al menos así era como él lo recordaba desde que en su infancia subía a jugar con sus primos y se escondía entre los bultos que se almacenaban allí desde fechas inmemoriales, un verdadero almacén de polvorienta memoria familiar.

    ¿Dónde estaban ahora todos aquellos bultos? Apenas veía algunos muebles con vida; un armario ropero con sus puertas abiertas a modo de enormes brazos pero con sus entrañas vacías, una mecedora sin respaldo, a través de la que probablemente se podía viajar a otra dimensión, los restos mortales de un par de bicicletas pertenecientes a una época indeterminada por carecer de partes suficientes como para poder estimarla y un sinfín de objetos en avanzado estado de desintegración y de difícil catalogación.

    —No puedo entender que hayas sido capaz de venderlo todo —exclamó Gerard, dejando caer la taza de café, incapaz de disimular su enojo. La taza golpeó contra el plato derramando parte de su contenido, y Gerard se levantó, acercándose a su tía, de pie junto al fregadero de la enorme cocina de la masía familiar, en la pequeña población de Argentona.

    Gerard respiró hondo e intentó controlarse.

    Había sido relativamente feliz en aquella masía, una sólida construcción tradicional catalana que había visto pasar los siglos, creciendo y mutando para adaptarse a los distintos estilos arquitectónicos y gustos estéticos imperantes en cada época. Gran parte del edificio principal estaba construido en estilo modernista, con una fachada blanca rematada por almenas y pequeños torreones en las esquinas.

    Desde pequeño, Gerard la había visto siempre como su castillo particular, aquel en el que luchaba junto a los numerosos primos con quienes compartía vivienda, enfrentándose a monstruos imaginarios que le acechaban desde el exterior, mientras soñaba que algún día lograría conquistar el mundo con su pluma estilográfica como única arma.

    Las dos familias compartieron la enorme finca durante años, pero cuando su padre murió prematuramente, siendo Gerard todavía un niño, la presión y los fantasmas del pasado atormentaron tanto a su madre que decidió abandonar la masía y mudarse a vivir a la cercana Barcelona, dejando a su hermana Carmen y su numerosa prole, a cargo de la mansión familiar, aun teniendo serias dudas al respecto.

    Cuando Gerard cumplió veinticinco años, una leucemia aguda acabó con la vida de su madre, sin tan siquiera darle oportunidad de poder luchar. Desde ese momento, la relación de Gerard con su tía Carmen se deterioró rápidamente, pues la mujer dejó claro que su prioridad había pasado a ser la de administrar la casa como si se tratase de su reino privado, preparando el terreno para que sus propios hijos pudieran heredarla.

    Gerard sabía que el testamento de su madre especificaba claramente que la masía no podía ser vendida y que seguiría en la familia mientras viviese su hermana Carmen, que podía seguir habitando en ella con su familia hasta el fin de sus días, momento en que pasaría a pertenecer a todos los primos por partes iguales, incluido Gerard.

    En los últimos años Gerard había evitado visitar la masía salvo con motivo de la ocasional celebración familiar, pues los únicos recuerdos felices de su infancia en aquella casa solo estaban relacionados con la presencia de su madre en ella.

    Gerard era consciente de que estaba perdiendo el respeto a su vieja tía Carmen, que poseía la encomiable virtud de hacerle perder la paciencia con una facilidad sorprendente.

    La tía Carmen jamás había sido santo de su devoción, pero por respeto a su madre siempre había tolerado sus impertinencias y su descarado favoritismo hacia sus hijos.

    —Te has desecho de casi todo lo que se guardaba en la buhardilla. Eran recuerdos familiares. Al menos teníamos que haber hecho un inventario, para saber a quien pertenecía cada cosa —dijo Gerard.

    —¿Acaso no soy de la familia? ¿Estás insinuando que he hecho algo indebido? Te recuerdo que desde que murió tu madre soy la administradora de la casa, tal y como ella dejó escrito, y eso me faculta para decidir qué hago con los trastos viejos que no sirven para nada y que llevan años, o siglos acumulando polvo en el desván —dijo la tía Carmen levantando la voz.

    —Si no recuerdo mal había cuadros, y también cajas con vajillas y cuberterías, y qué sé yo cuántas cosas más —dijo Gerard, sin poder evitar dar un manotazo sobre la mesa.

    La tía Carmen no pareció inmutarse y mantuvo su tono altanero.

    —No había nada de valor, todo era quincalla y cachivaches viejos. ¿Crees que si hubiera algo valioso no lo hubiéramos sabido ya hace muchos años? —dijo Carmen, manteniendo fija su mirada penetrante sobre el rostro furibundo de Gerard.

    —Lo que no puedo entender es que vendieras los baúles sin ni siquiera consultármelo —insistió Gerard.

    —Eran solo libros viejos, no valían nada. Y si es lo que insinúas, no lo he hecho por dinero, no me dieron casi nada. Era solo por hacer limpieza —se excusó ella.

    —Pero allí había libros de mis padres, libros que ahora yo podría necesitar para mi trabajo, y qué sé yo cuántas cosas más que ni siquiera he tenido ocasión de valorar. Además, yo jugaba con esos baúles desde que era pequeño, nadie más se había interesado jamás por ellos.

    —Gerard, no quiero discutir más sobre esto. Lo siento, pero eran solo trastos viejos —dijo, zanjando la discusión.

    Qué sabrás tú de libros pensó Gerard si lo más parecido a literatura que has leído jamás son las revistas en la sala de espera de tu psiquiatra.

    La tía Carmen se dirigió hacia el salón, indicando claramente que daba la conversación por terminada, señal inequívoca con la que le sugería que abandonara la casa.

    Mientras caminaba hacia la puerta, Gerard no apartó los ojos de ella, de su inquietante media sonrisa, que estaba seguro ocultaba algo. La mujer también lo siguió con la vista, sin dejar de jugar entre sus manos con la enorme llave de hierro que accionaba la cerradura de la puerta principal de la masía.

    Gerard no podía olvidar aquella llave oxidada, tan poco práctica como espectacular, que debía pesar casi un kilogramo, y que había sorprendido a todas las visitas, tanto por su antigüedad como por su enorme tamaño.

    —Si tanto los quieres, puedes ir al librero al que se los vendí, tiene un puesto en el Mercado de Sant Antoni. Ya te daré la dirección, pero no me marees más con tus tonterías —le dijo desde la puerta del salón, antes de desaparecer escaleras arriba.

    Gerard apretó los puños, intentando controlar su rabia. Todavía podía ver a su madre sonriéndole y deambulando feliz por la casa y esa imagen le hizo reprimir su deseo de responder a la anciana con palabras de las que después pudiera arrepentirse ... de no haber pronunciado antes.

    En cualquier caso, por respeto a la memoria de su madre decidió zanjar el tema ahí mismo y se propuso seguir la pista de los libros en el Mercado de San Antonio en cuanto encontrara un momento libre.

    CAPÍTULO 4

    Biblioteca de Sant Pau-Santa Creu. Barcelona. Actualidad.

    Cada cinco minutos su mirada se perdía en las alturas y tenía que obligarse a sí mismo a concentrarse. La majestuosidad de aquella enorme sala le distraía. Los enorme arcos ojivales, sosteniendo el entramado de vigas de madera y la calidez de la piedra, le transportaban siempre a épocas pretéritas.

    No podía evitar pensar en todos los caballeros medievales y damas en apuros que debieron haber pasado por aquellos salones desde la época en que Cristóbal Colón deambulaba por la ciudad en busca de apoyo financiero para sus singladuras.

    Gerard había tenido tiempo para reflexionar sobre su futuro inmediato. Necesitaba proyectos que le reportaran ingresos, pero sin renunciar a sus sueños ni a su compromiso con la verdad, el principal motivo por el que decidió dedicarse al periodismo.

    Decidió aprovechar el impasse en que la diosa fortuna le colocaba para retomar el hilo de sus investigaciones sobre los temas que siempre le habían obsesionado, confiando en que si podía acumular suficiente evidencia y escribir sobre ellos, el éxito estaría asegurado y serían los medios de comunicación los que le perseguirían y no viceversa. Pensaba escribir una larga serie de artículos y tal vez publicarlos en una recopilación.

    Cerró el libro que tenía abierto y lo colocó junto a la columna de volúmenes que había tomado en préstamo de la biblioteca. Todos versaban sobre el Modernismo en Catalunya, el movimiento cultural, artístico y arquitectónico europeo de finales del siglo XIX, que floreció en Cataluña.

    La región recuperaba su identidad histórica y su burguesía disponía de recursos económicos para financiar la construcción de edificios y residencias emblemáticos, realizados por arquitectos que pasarían a la posteridad, como Gaudí, Puig i Cadafalch o Domènech i Montaner.

    El legado de tales artistas le parecía asombroso; centenares de edificios gubernamentales, fábricas y residencias privadas, construidos en aquel estilo de caprichosas formas redondeadas y culto desaforado a la naturaleza en todas sus manifestaciones, empleando abundantes motivos florales, animales o mitológicos, de enorme belleza y sensibilidad.

    Muchos de aquellos edificios habían sido declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y se habían convertido en una de las mayores atracciones turísticas de Barcelona.

    Gerard estaba escandalizado al constatar que, tras la Guerra Civil española, durante los cuarenta años de dictadura de Francisco Franco, la obsesión del dictador por la sistemática eliminación de los símbolos de identidad de la nación catalana acabó con muchas de esas joyas arquitectónicas.

    Le enfurecía constatar cómo la especulación inmobiliaria y la corrupción política continuaron haciendo desaparecer de forma vergonzosa innumerables edificios, perdidos para siempre en un turbio y maloliente pasado, privando a las futuras generaciones de un legado de valor incalculable.

    Gerard apartó la montaña de libros que tenía frente a él y volvió a las páginas de su libreta de notas. Ese día no había encontrado nada de relevancia, tan solo las habituales menciones a edificios derribados, y algunos nombres de concejales del ayuntamiento que habían intervenido en los procesos.

    Depositó los libros en el carrito metálico de devoluciones excepto uno que se llevó en préstamo, y salió a la calle a estirar las piernas y buscar un lugar donde comer algo. La biblioteca estaba situada en la calle Hospital, a pocas manzanas de la famosa avenida de las Ramblas, y cerca de lugares emblemáticos como el Barrio Gótico, la Catedral o el Gran Teatro del Liceo.

    En aquellas estrechas calles abundaban las viejas tabernas, tan llenas de carácter y personalidad como de desechos arrojados al suelo, principalmente junto a la barra.  Entró en una de ellas y se arriesgó pidiendo el menú del día.

    De algo hay que morir, se dijo, y aquel era tan buen día como cualquiera.

    Se sentó en una mesa de mármol blanco muy gastado, y lo más cerca posible de la puerta, para poder recibir algo más de la poca luz natural que conseguía descender hasta aquellas estrechas callejuelas. Mientras esperaba que le sirvieran, se entretuvo hojeando las fotografías del libro que había tomado prestado, una guía ilustrada de la antigua Barcelona modernista.

    Disfrutó recorriendo con la mirada aquellas calles en blanco y negro que rezumaban tristeza, siempre repletas de transeúntes, extasiados mirando con semblante serio hacia el objetivo de aquellas antiguas e insólitas cámaras fotográficas que tan pocas veces habían podido contemplar de cerca.

    Se detuvo en unas páginas dedicadas al desaparecido Palacio de las Bellas Artes, una magnífica e imponente construcción, mandada derribar por orden del dictador en 1942, por considerarla un símbolo de catalanismo.

    Gerard hubiera sido capaz de verter lágrimas ante tamaña muestra de barbarie e incultura por parte de aquellos viejos fascistas. Pasear la mirada por aquellas fotografías le permitía revivir un pasado perdido para siempre e intentaba imaginar lo que debían sentir los barceloneses de la época que aparecían en todas aquellas fotografías.

    Admiró las elegantes lineas de aquel Palacio, que debía haber tenido una altura de seis o siete pisos y una sala principal capaz de acoger a varios miles de personas, bajo unos enormes candelabros. Las grandes vidrieras de su pared frontal filtraban los rayos del sol como si de una catedral urbana se tratara, dando al conjunto un aura onírica y fantasmal.

    Bajo las vidrieras se podía adivinar la silueta de un gigantesco órgano musical, lo que reforzaba aún más su percepción de ver aquel lugar como un centro de liturgia pagana. Sus decenas de tubos metálicos de diferentes grosores elevándose hacia las vidrieras parecían emitir luz en vez de sonido, alimentando de reflejos dorados el entorno.

    Era una fotografía cautivadora, pero en ella no se veía a nadie, lo cual le sorprendió, algo muy poco habitual para una época en que cualquier fotografía suponía un acontecimiento social que atraía a multitud de curiosos.

    El sonido de su teléfono móvil interrumpió sus pensamientos.

    —Hola Max —dijo automáticamente al ver el nombre de su amigo en la pantalla.

    —¿Por dónde andas? Ya me he enterado de lo de la revista. Son unos ignorantes, se han vendido al capital y ya verás como no van a llegar muy lejos. Pronto lamentarán lo que te han hecho —le dijo su amigo, intentando consolarle.

    —Eso suena un poco a amenaza, ¿no? En cualquier caso no importa. La vida me da una oportunidad para pasar página y dedicarme a hacer aquello en lo que creo, con independencia de si me compran el reportaje o no —dijo Gerard.

    —Me alegra ver que te lo tomas así. Espero que seas sincero contigo y tú mismo te lo creas —añadió su amigo.

    Tras unos minutos de conversación banal, Gerard le puso al corriente sobre su reciente visita a la mansión familiar.

    —Por lo que cuentas, esa mujer no estaría fuera de lugar como ama de llaves en una tétrica mansión gótica —dijo Max—, aunque bien pensado, tía Carmen no es precisamente un nombre que inspire terror.

    —Prefiero cambiar de tema. ¿Quieres que quedemos este domingo para ir a explorar el Mercado de San Antonio? No quiero dejar pasar mucho tiempo e intentar recuperar los baúles de mi familia.

    Max mantuvo el suspense durante unos segundos de silencio.

    —Está bien, pero primero quedemos para tomar un aperitivo, y después podemos registrar todos los puestos de libros y antiguallas que quieras. Si no lo encuentras allí, es que no existe —sentenció Max.

    —Hecho. Pero Max, quedemos a las diez, que te conozco. En fin de semana no te levantas antes de las doce del mediodía.

    —¿Lo dices para que cambie mis hábitos y madrugue, acabando con mi fama de trasnochador?

    —No, lo que quiero es llegar pronto y tener más tiempo para el aperitivo. Te toca pagar a ti.

    CAPÍTULO 5

    Mercat de Sant Antoni. Barcelona. Actualidad.

    Eran más de las diez de la mañana, y las calles del barrio de Sant Antoni ya estaban llenas de transeúntes yendo a comprar el periódico o el pan, a desayunar, o simplemente dando un paseo.

    Que Max no se hubiera presentado no era nada nuevo, lo sorprendente era que se dignara llamar por teléfono para dar alguna explicación.

    —¿No has dormido bien esta noche? —preguntó Gerard.

    —¿Cómo lo has adivinado? ¿Eres mentalista o algo así? —dijo Max con voz apagada—. No sé qué cené anoche, pero algo me sentó fatal. No he dormido nada. No he parado de levantarme y sentarme. De hecho he estado sentado casi toda la noche, y no precisamente en una silla, tú ya me entiendes.

    —Puedo imaginármelo, ahórrame los detalles.

    —Con todo el dolor de mi corazón, me temo que tendré que abstenerme de tomar el aperitivo contigo esta mañana, lo siento.

    —De lo que son capaces algunos con tal de no pagar cuando les toca hacerlo —bromeó Gerard.

    —Tranquilo, me lo apuntas a mi cuenta y a la próxima, lo hacemos doble. De verdad, me encuentro fatal, pero seguro que te apañarás sin mí. Uaghhhhh! tengo que dejarte, es una emergencia, adiós.

    Con una sonrisa en los labios, Gerard intentó apartar de su mente la grotesca imagen de su amigo y su urgente indisposición. Lo sentía por él, pero no iba a desaprovechar la mañana.

    Entró en un bar a desayunar y pronto estuvo de nuevo en la calle, dejándose arrastrar por el flujo de gente que avanzaba en dirección al mercado.

    El mercado dominical de Sant Antoni era un feria popular que se instalaba todos los domingos bajo las marquesinas que rodeaban el recinto del mercado de abastecimientos. Había nacido en 1936 como un punto de compra, venta e intercambio de literatura, habiendo contribuido mucho a despertar del amor por la lectura en varias generaciones de niños barceloneses. Durante la dictadura, era el lugar donde podían encontrarse los libros prohibidos por el gobierno del dictador.

    Actualmente era un hervidero de gente, principalmente padres e hijos que acudían a intercambiar cromos de todo tipo, y coleccionistas en busca de libros antiguos, películas u objetos curiosos.

    Gerard lo había visitado pocas veces, con lo que disfrutó recorriendo todos los puestos, deteniéndose ante los que estaban especializados en libros antiguos o en libros de arte, intentando no verse arrastrado por la riada humana.

    No tardó en localizar el puesto del librero que le indicó su tía Carmen. Una desvencijada mesa hecha con un tablón de madera y dos caballetes, tras la que se adivinaban varias estanterías llenas de viejos volúmenes de lomos casi ilegibles y cajas repletas de libros antiguos.

    Gerard revolvió entre los montones de libros que había sobre la mesa y encontró un viejo tratado sobre arquitectura modernista que le interesó.

    —¿Cuánto pide por este? —preguntó al vendedor.

    El anciano, de cabellos de un blanco casi albino, iba vestido con una vieja bata de color azul marino oscuro que parecía tener la misma edad que sus libros, y las arrugas de su rostro no tenían nada que envidiar a las amarillentas páginas de los viejos pergaminos.

    —¿Cuánto me ofrece?

    Así que hay que regatear, pensó Gerard, quien a pesar de que aquel tipo de transacciones le incomodaba, se consideraba a sí mismo uno de los pocos afortunados en el mundo que habían nacido con el gen del experto negociador en su ADN.

    Su estrategia consistía en ocultar sus intenciones de recuperar los baúles de sus padres. Esperaba así poder conseguir un mejor precio cuando llegara el momento de negociar.

    —No sé cuanto ofrecerle, pero no mucho. Son libros viejos, y no incunables precisamente. Lo que pasa es que este tema me interesa —dijo Gerard, infringiendo con su admisión una de las principales normas del buen negociador.

    El anciano se acercó a él, tomó el libro de sus manos y lo abrió por la primera página.

    —¿Así que le interesa el modernismo? Este es un libro de primeros de siglo, del año 1900 aproximadamente.

    —Sí, lo sé. Es una época que me interesa mucho. Soy escritor, y estoy recopilando información para un artículo, pero no puedo gastar mucho, aunque el tema me apasiona desde hace años. Dígame por favor cuanto quiere por él y se lo abonaré. No le voy a discutir nada —dijo Gerard, en otra demostración de su brillante técnica de negociación.

    El anciano no respondió, pero le contemplaba en silencio mientras daba vueltas al libro en sus manos. —Tengo la sensación de que usted no ha venido aquí solo para comprar este libro.

    —¿A qué se refiere? ¿Es tan evidente? —se rindió Gerard— Es cierto, he venido a verle para preguntarle acerca de unos baúles con libros que compró hace unos días en una masía de Argentona.

    La sonrisa del anciano desapareció súbitamente.

    —Menuda mujer —exclamó, lanzando un suspiro.

    —No sé si interpretarlo como un suspiro de admiración o de desesperación, pero esa mujer es mi tía —dijo Gerard, a lo que el anciano solo respondió con un movimiento de cabeza y de ojos.

    —Los baúles pertenecían a mis padres, y solo había en ellos libros viejos de mis abuelos, sin valor económico, pero que para mí podrían tener valor sentimental —dijo Gerard, intentando ser persuasivo.

    —Aguarde un momento —dijo el anciano, y se agachó para pasar con sorprendente agilidad por debajo de la tabla de madera, acercándose a varios bultos que almacenaba bajo la mesa, cubiertos por una lona.

    Al levantarla quedaron a la vista varias cajas de cartón deformadas por el peso de los libros y un baúl de madera de tamaño mediano. Se acercó al baúl y le dio unas palmadas.

    —Quiero ayudarle. Si esa mujer es su tía, solo me resta compadecerle. Este baúl es el único que me queda de los que traje. Los otros dos ya los he vendido.

    Gerard no pudo reprimir una mirada de enorme decepción.

    —Pero este era el más grande, y además lo he acabado de llenar con más libros que le interesarán. Son todos de alrededor del 1900. Hay de todo, arte modernista, arquitectura, diseño, e incluso varios clásicos de la literatura que acababan de publicarse entonces. Los bestsellers de la época, vamos.

    —Pero yo solo estoy interesado en los que hubiera originalmente en el baúl. ¿No puedo escoger solo algunos y dejar el resto? —preguntó Gerard.

    —No recuerdo cuales son los que añadí. Además, prefiero venderlos en un solo lote, no puedo estar vendiendo piezas sueltas, no ganaría nada. Piense que yo compro bibliotecas enteras que suelen proceder de herencias en que se venden los libros a peso, y los herederos solo buscan ganar algo por todo el lote. Es una pena, pero la historia es siempre la misma.

    —No estoy seguro. Sería como comprar a ciegas, pero con el agravante de tener que volver a comprar algo que por derecho pertenece a mi familia, lo cual es el colmo de la estupidez —dijo Gerard, sin darse cuenta que su comentario podía enojar al vendedor y acabar de rematar su clase magistral sobre negociación.

    —No se preocupe —dijo el anciano, mostrando una enigmática pero afable sonrisa—, como le he dicho, quiero ayudarle. Me cae usted bien y aunque no sean libros incunables, sé que usted sabrá apreciarlos. Por eso le vendo el baúl y su contenido por solo cincuenta euros.

    Gerard seguía dudando. Le enfurecía tener que acabar pagando por algo que tan solo unos días atrás le pertenecía por derecho, aunque si se veía en aquella disyuntiva era por la avaricia desmedida de su tía Carmen, que no había dudado en desprenderse de recuerdos familiares a cambio de dinero.

    —Piense que sólo el baúl de madera ya vale más que eso. Es del siglo pasado, y tiene los cantos reforzados con remaches dorados originales. No se arrepentirá, es como una caja sorpresa —le dijo el anciano, presintiendo que estaba a punto de cerrar la venta.

    Gerard echó mano a su billetera y sacó un billete de cincuenta euros. No tenía trabajo fijo ni ingresos, ni siquiera buenas perspectivas a corto plazo, pero no podía dejar escapar aquel baúl, o se arriesgaba a perderlo también como los otros dos.

    No le dio más vueltas y le entregó el billete al anciano, que sonrió amablemente y se agachó para empujar el baúl hacia fuera y sacarlo de debajo de la mesa.

    —Está cerrado con llave. ¿La tiene usted? —dijo Gerard señalando a la gran cerradura exterior—. A ver si va a estar lleno de piedras en vez de libros.

    El anciano sonrió de nuevo con cierto nerviosismo.

    —Esa es parte de la gracia y de la sorpresa. Creo que perdí la llave y por eso lo vendo barato, pero créame, son libros.

    Gerard le estrechó la mano, fría y muy arrugada. Se agachó, y comprobó con alivio que el pesado baúl contaba con unas asas laterales de cuero. Intentó dar varios pasos y cargar con él al hombro, pero no consiguió levantarlo por encima de su cintura. Al no poder llegar muy lejos, lo apoyó en el suelo y se asomó a la calzada para detener un taxi.

    Si sumaba el coste del baúl, más el coste del taxi, más el del desayuno, no quería pensar cuanto le iba costar cada libro, si es que al final resultaban ser libros lo que encontrara en su interior, pero al pensar que estaba recuperando libros de sus padres lo daba todo por bien empleado.

    Al cerrar la puerta del taxi se volvió hacia el puesto de libros. El anciano seguía allí, contemplándole desde la distancia, con su bata sucia de color azul oscuro, apoyado en la mesa llena de libros y con la misma media sonrisa que no había desaparecido de su boca.

    CAPÍTULO 6

    Barcelona. 1912.

    Las oscuras escaleras eran tan estrechas que solo permitían el paso de una persona. El joven subinspector Morillo había subido tres pisos pero resollaba como si hubiesen sido cuarenta.

    El trayecto en bicicleta desde su comisaría de distrito en el Eixample, en la parte alta de Barcelona, hasta la calle Tallers, le había agotado, a pesar de que el camino era bajada en su mayor parte. El tráfico denso y el adoquinado de las calles hacían que cualquier desplazamiento, por corto que fuera, acabase resultando como una sesión de masaje a manos de una apisonadora.

    El aviso había llegado esa misma mañana, y esperaba ser de los primeros en personarse en el lugar de los

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