About this ebook
Un aparato de aire acondicionado descompuesto, cerveza tibia, bomberos dementes y una misteriosa carta. Estos son los puntos de partida de SAGA, una novela que arrastra al lector en una búsqueda obsesiva de una mujer. Su siempre cambiante imagen sumerge al protagonista en un laberinto surrealista de deseo, y a la postre en una alucinante sucesión de imágenes donde la realidad se desvanece para convertirse en una distorsión de sí misma.
Carlos Rubio
CARLOS RUBIO was born in Cuba and came to the United States in 1961. After finishing high school, he attended Concord College and West Virginia University. A bilingual novelist, in Spanish he has written Saga, Orisha and Hubris. In 1989 his novel Quadrivium received the Nuevo León International Prize for Novels. In English he is the e author of Orpheus's Blues, Secret Memories and American Triptych, a trilogy of satirical novels. In 2004 his novel Dead Time received Foreword's Magazine Book of the Year Award. His novel Forgotten Objects was published by Editions Dedicaces in 2014. Since then he has completed two Spanish-language works, Final Aria and Double Edge. The latter was a finalist in the International Reinaldo Arenas Literary Contest and was subsequently published by Ediciones Alféizar in 2019. His latest book is entitled The Successor. CARLOS RUBIO was born in Cuba and came to the United States in 1961. After finishing high school, he attended Concord College and West Virginia University. A bilingual novelist, in Spanish he has written Saga, Orisha and Hubris. In 1989 his novel Quadrivium received the Nuevo León International Prize for Novels. In English he is the e author of Orpheus's Blues, Secret Memories and American Triptych, a trilogy of satirical novels. In 2004 his novel Dead Time received Foreword's Magazine Book of the Year Award. His novel Forgotten Objects was published by Editions Dedicaces in 2014. Since then he has completed two Spanish-language works, Final Aria and Double Edge. The latter was a finalist in the International Reinaldo Arenas Literary Contest and was subsequently published by Ediciones Alféizar in 2019. His latest book is entitled The Successor.
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SAGA - Finalista Premio Letras de Oro - Carlos Rubio
-I-
LA PRESENCIA ESTA EN LA AUSENCIA
EL PALACIO DE LAS FLORES
EL REFLEJO EN EL ESPEJO
-II-
EL EVANGELIO SEGÚN JUAN
EL CIRCULO SE CIERRA
-I-
LA PRESENCIA ESTA EN LA AUSENCIA
-1-
Le bajaban por la frente , como garrapatas líquidas, hasta la punta de la nariz. Una por una, temblorosas, caían al vacío, estrellándose contra la bruñida superficie marmórea de la mesa. Allí quedaban, rotas, infinitamente multiplicadas—espejillos infernales—reflejando su cara, como riéndose de él. Por centésima vez inútilmente trató, con el saturado pañuelo desalmidonado, de enjugarse los gruesos goterones.
El bochorno de la tarde, durante los últimos tres días, se había transformado en una barrera impenetrable que, como un grumoso chocolate invernal, le impedía practicar el acostumbrado ritual de la siesta, que siempre seguía al almuerzo como un gracioso perrito faldero.
El primero en traicionarlo fue el aparato de aire acondicionado cuando decidió—posiblemente confabulado con los tenderos del pueblo—observar él también la jornada de verano. Se vio entonces forzado a recurrir al viejo ventilador que, desde hacía años, dormía el sueño de los justos en el fondo del armario. Limpió las aspas y engrasó el motor, pero pronto se dio cuenta de que el aire que movía era un aire caliente, viciado.
Decidió entonces combinar las ventajas del ventilador con los beneficios del hielo. De la cocina del hotel obtuvo el que necesitaba. Llenó con él una bolsita de red de material plástico, que procedió a colgar delante del ventilador, frente a su cama. El aire caldeado del cuarto, al deslizarse por entre los cubitos, trocaba su calor por una frigidez espontánea que le llegaba en forma de bocanada polar.
Había algo, sin embargo, que él no había previsto: el hielo de la cocina se había convertido en una substancia codiciada por todos, especialmente por los avariciosos cocineros. En cuanto encendían los fogones se abalanzaban sobre el refrigerador, para acaparar—antes de que llegaran los demoníacos galopillos—los refrescantes pero efímeros cubitos, que se metían en el gorro y en la camiseta mientras se entregaban a sus labores culinarias.
¡Qué problema! Peor que un país industrializado sin materias primas.
No se desanimó por este imprevisto revés de la fortuna. De una bodega mandó a buscar, a falta de hielo, un cargamento de durofríos. Con ellos llenó la ya mencionada bolsita de red y, como de costumbre, la colocó frente al ventilador. (¡Qué no haría él por la siesta!)
Pero de nuevo encontró una dificultad imprevista: los durofríos que le habían mandado de la bodega eran de fresa. A medida que se iban derritiendo, como salidas de un hisopo satánico y mezcladas con el aire, el ventilador le lanzaba las gotitas que fluían de la bolsita de red. Cuando despertó vio su cuerpo profanado, marcado de manchitas cinabrinas, como si hubiera contraído una viruela vespertina, relampagueante.
Cuando se vio así, lleno de rabia, tiró el ventilador por la ventana; maldijo al bodeguero; le dio una patada a un gato que había entrado en el cuarto; se dio una ducha fría; se vistió con prisa; sacó una flauta de la gaveta; volvió a patear al gato; bajó a la barra; pidió una cerveza.
Se dio por vencido.
No había duda. Todo iba de mal en peor. Esa mañana sólo había ganado unos míseros sesenta pesos. La modorra que había descendido sobre el pueblo, con sus bocanadas polvorientas, había adormecido a los habitantes. ¡Y todo era culpa del maldito calor! Después de todo, él también tenía derecho a ganarse la vida. Con un gesto de desgano abandonó la cerveza que había empezado a tomar—en cuanto la sacaban del refrigerador se calentaba—y salió al portal del hotel.
Con un ademán de rabia contenida despertó al limpiabotas que dormía—en un lecho de betunes y tintas—y le dijo que quería una limpieza. (La puntera del zapato derecho estaba áspera, debido a las patadas que le propinara al gato.) Se subió al improvisado trono, y mientras extraía una melodía de crepúsculo andino de la quena que llevaba, empezó a observar todo lo que le rodeaba: las pocas gentes que se veían en la calle iban presurosas, como si temieran derretirse en cualquier momento, resguardándose del sol en las sombras dóricas de las columnas.
En la vitrina de una tienda, las frutas de cera que ocupaban un frutero de cristal tallado abandonaban su estado de solidez y ahora se deslizaban, raudas, hasta su base gibosa: mangos cobrizos; guanábanas verdinegras; manzanas bermejas; racimos de uvas color obispo, y arriba una piña cuya corona ya se desdoblaba, fluía, goteaba su verdín sobre el conjunto. El derroche de colores de la amalgama frutal de la vitrina se reflejaba, al llegar a la base convexa del frutero, en los ojitos almendrados de una estatuilla de porcelana china. Pero, aunque el manantial de cera ya le cubría los diminutos pies—mango en el izquierdo, manzana en el derecho—la emperatriz no alteraba su inmutable expresión búdica, que hábilmente protegía del sol con un rígido parasol oriental.
Al cambiar la luz del semáforo de verde a roja, un autobús se detuvo en la esquina. Observó que los pasajeros llevaban la cabeza fuera de la ventanilla, tratando de captar la ilusoria brisa que creaba el movimiento del vehículo. Pero ahora que se había detenido para esperar el cambio de la luz, la ligera y falaz brisa había desaparecido, dejándolos a merced del sol. El sudor les rodaba por los rostros rojizos, pasaba al costado del autobús y de allí a la calle calcinada, donde formaba unos charquitos que se evaporaban casi inmediatamente, dejando sobre el pavimento sus huellas salitrosas, concéntricas.
Manos temblorosas exprimían pañuelos con iniciales pacientemente bordadas, se desabotonaban con presteza las camisas empapadas, se arrancaban de cuajo las corbatas tejidas por novias devotas. Pero todo en vano: el vaho persistía, la musiquilla de la quena los envolvía, la luz no cambiaba...
Juan Belano miraba.
El chofer, impaciente, se bajó, tal vez para averiguar qué pasaba con el semáforo, tal vez para escapar del implacable hule del asiento, que multiplicaba el calor en la espalda y en las nalgas.
En la distancia se oyó el sonido plateresco de unas campanillas que se acercaban. Es el camión del helado que viene a rescatarnos
, gritaron unos y se abalanzaron a la calle con el dinero en la mano. No, es el cura que se acerca con Nuestro Señor para darnos la bendición
, gritaron otros y prestos se lanzaron también del autobús, cayendo de rodillas en la calle.
Pero todos se equivocaban. Ni era el camión del helado con su cargamento polar—que seguramente ya había sido saqueado por los inmisericordes y voraces garzones del pueblo—ni el cura con la hostia. A esa hora, seguramente, dormía la siesta en los entrepaños de la sacristía, arrullado por el soporífero ronroneo del diocesano aparato de aire acondicionado. (20,000 B.T.U.)
Era el camión de los bomberos. Con un estridente sonido de frenos maltratados se detuvo detrás del autobús.
Abran paso
, gritó el que iba al volante, ostentando vanidosamente sobre el pecho, como un pavo real, la chapa de hojalata bruñida que esplendía, que cegaba bajo el sol de la tarde.
Pero los pasajeros no iban a ser defraudados tan fácilmente. Los que esperaban el camión del helado exigían ser refrescados. Al unísono empezaron a lloviznar a los bomberos con moneditas bizantinas que, con un tintineo risueño, rodaban calle abajo mientras ellos gritaban Agua, agua...
Los que estaban sobre el pavimento arrodillados, esperando al cura, contestaban salmodiosamente esta demanda con Por el amor de Dios, por el amor de Dios...
, mientras se persignaban con una mano y se arrancaban las camisas chorreantes con la otra.
Los bomberos, ya habiendo trascendido los límites de su paciencia, ágilmente echaron mano a las gruesas mangueras y diestramente las conectaron a las bombas portátiles del camión.
El que iba al volante, y que ahora se encontraba parado sobre el asiento, dio la orden: Fueeeegoooo...
(Que en realidad debió haber sido la de "Aguaaaaa...)
Las mangueras, perversamente guiadas por las manos enguantadas de los bomberos, empezaron a vomitar sobre los indefensos pasajeros: bañaban las caras congestionadas, los torsos desnudos y sudorosos, las rodillas ampolladas de los que habían estado arrodillados hacía un momento.
El agua que surgía a borbotones de las mangueras formaba un arco que espejeaba en el aire antes de hacer blanco sobre los pasajeros. Se combinaba éste entonces con la luz candente, derretida del sol, creando un arco iris que abarcaba de acera a acera, que ceñía delicadamente toda la anchura de la calle. Un halo gigantesco—reflejo magnificado de la amalgama frutal de la vitrina—que se posaba blandamente sobre las cabezas acaloradas de los que recibían la líquida dádiva. Era la potencia de las bombas tan arrolladora, que se necesitaban por lo menos dos hombres para controlar los retorcimientos de cada manguera. Uno de los bomberos, víctima de una fatiga momentánea, involuntariamente disminuyó la fuerza con que empuñaba el tubo de caucho. Fue esta flaqueza lo suficiente duradera para que la presión de la bomba lo lanzara sobre la acera. Su compañero, impotente para lidiar con tal fuerza él solo, dejó caer la manguera sobre el pavimento y salió huyendo.
Contorsionándose frenéticamente, como una serpiente decapitada por una cimitarra mellada en manos de un sarraceno asténico, la manguera lanzaba los chorros descontrolados, dando señales de una autonomía inesperada...
¡Qué sabroso; qué refres... aghhh!
, gritó el malhadado al recibir el golpe de agua que le dio de lleno en la boca, lanzándolo de espaldas sobre el pavimento, mientras escupía un diente de oro mezclado con un buche de agua ensangrentada. La calle, que unos momentos antes era un desierto pavimentado, se había convertido en un río deslumbrante.
Un adolescente atrevido, con una audacia que rayaba en la locura, se le enfrentó a la manguera descontrolada. Pero pronto sufrió el escarmiento de su osadía: el repentino golpe en el pecho lo lanzó por los aires, como una marioneta rota. Cayó, desarticulado, en la cuneta, la caja torácica crujiéndole desvergonzadamente. La corriente lo arrastró calle abajo...
La luz del semáforo, inoportunamente, como un camaleón asustado, se tornó verde. El chofer, que había sido empujado debajo del autobús por una de las violentas ráfagas, gritó Todos a bordo
, mientras descendía del eje delantero. Los pasajeros, menos el muchacho que había sido arrastrado calle abajo por el río momentáneo, subieron de nuevo en el vehículo, chorreando agua por todos los poros del cuerpo. Con las prendas de vestir que quedaban esparcidas sobre el pavimento, dejaban también el bochorno que, momentos antes, los sofocara.
Ya el motor arranca, el autobús se mueve, Juan Belano mira...
En la vitrina, con la cera a las rodillas, la emperatriz sonríe.
CUANDO EL AUTOBÚS SE perdió de vista, Juan Belano dejó de tocar la quena y bajó la vista, para ver cómo iba la limpieza de los zapatos. En la acera, donde momentos antes se posara el final del arco iris, vio un sobre.
Se lanzó de la silla ágilmente, en busca de la misteriosa misiva. Momentos después, volvió a subir al trono y comenzó a leer.
Antes de que pudiera concluir esta tarea, se oyó el ensordecedor claxon de un automóvil que iba, desenfrenado, calle abajo. Al pasar por frente al hotel, un brazo, cargado de una joyería deslumbrante, saludó a Juan Belano. Cuando éste quiso reciprocar el saludo, ya el automóvil se había perdido de vista. Era Güido Guardini que, como de costumbre, recorría el pueblo desaforadamente en su automóvil de alquiler, sin tener el más mínimo respeto por las leyes del tránsito o por los peatones que, al verlo venir, se resguardaban detrás de las columnas como conejos asustados al oír los arrolladores botines del cazador.
Juan Belano estaba a punto de abrir el mensaje que había encontrado al final del arco iris. El sobre estaba orlado con extraños símbolos dorados, como códices mayas. Al relieve, sobre el lacre rojo, una letra C mayúscula, gótica. Dentro del sobre encontró un finísimo pliego, también orlado con los mismos símbolos, portador de un brevísimo pero más que explícito mensaje:
La Presencia Está en la Ausencia,
El Reflejo en el